Firmemente convencido de que había sido designado por Dios para restaurar la pureza de la fe de Abraham y Moisés, una fe resquebrajada al caer de nuevo pueblos enteros en la idolatría, Mahoma se propuso difundir la palabra divina y restablecer el culto a un único Dios. Para ello, utilizó primero el convencimiento, y luego, si este no daba los frutos apetecidos, la espada. Fue pues, profeta y guerrero, y si al principio la mayor parte de sus conciudadanos, incluso de sus parientes, lo consideraban poco menos que un farsante, y se mofaban de él o lo perseguían, lo cierto es que años después había conseguido unificar a multitud de tribus bajo la bandera del Islam y su poder se había vuelto invencible.
Poseedor de una capacidad intelectual extraordinaria, sencillo en su vida personal, tan cruel como generoso, Mahoma reconocía su debilidad por los perfumes y las mujeres, algo que no le restaba espiritualidad, pues él mismo repetía que era solo un hombre, incapaz de otro milagro que no fuera recoger la palabra de Dios en el Corán.
Para los no creyentes en el Islam, Mahoma no es más que un alucinado fanático consagrado a una causa que creía ordenada por Dios; para los musulmanes es e portador de la palabra divina, el último profeta y el creador de la nación árabe. Su vida fue una amalgama de amor y batallas, de espiritualidad y búsqueda del poder terrenal, de realidad y delirio, de devoción piadosa, venganzas y traiciones.
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