Aunque su apasionada personalidad literaria nos sea bastante desconocida en español, Manuel Maria Barbosa du Bocage (1765-1805) se nos presenta como la mejor síntesis y la figura poética más emblemática del siglo XVIII portugués, de su neoclasicismo, su sensualismo, de su Ilustración y los primeros destellos de la nueva sensibilidad romántica. Espíritu tempestuoso e inestable, de fértil imaginación y facundia, eruptivo de emociones y sentimientos, su estilo, que anticipa ya la desbordada pasión romántica, aun cuando formalmente se adscriba al neoclasicismo arcádico e ilustrado, infunde a su poesía una afectividad en carne viva que la dota de una personalidad inconfundible entre la mesurada y constreñida lírica del siglo XVIII.
A sus catorce años, lo vemos ya incorporado a un regimiento de infantería en su propia ciudad, y en 1781, matriculado en la Academia Real de Marina, marchando luego como guardiamarina a Goa en 1786, y haciendo escala en Brasil, para pasar posteriormente a Damão, como teniente de infantería de esa plaza. En Goa, su índole fogosa, violentada por las restricciones de una sociedad asfixiante y mezquina, se desahogó en violentos improperios que le supusieron su deportación a Macao. Abrumado por inestabilidades y desconciertos neuróticos, deserta y huye, arrastrando una existencia de vagabundeo y miseria, aunque gozando, en otras ocasiones, de ciertas ayudas de los patricios del lugar por su fértil y efervescente ingenio, siguiendo en esto –como a él le gustaba subrayar en sus poemas– una especie de analogía o paralelismo vital con su admirado Camões, paralelismo al que, para ser más completo, no le faltó su correspondiente naufragio, como sufrió el poeta renacentista, ni incluso –según refiere el mismo Bocage–, salvación a nado de sus propios versos.
A fines de 1790 lo encontramos ya en Lisboa, envuelto en mil trajines, arrastrado por su «corazón propenso al vicio» y su innata tendencia a la disipación, en una metrópoli rica y multirracial, como era la capital en el siglo XVIII, y en la que el poeta se movía en una atmósfera de libertinaje, picaresca y bajos fondos, gozando de una amplia aceptación popular a su fácil ingenio en los cafés y tabernas lisboetas.
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