Tomando como figura y símbolo de esos años oscuros a Francisco Javier Cuadra —el emblemático y todopoderoso ministro de Informaciones de Pinochet—, La Patria es el ajuste de cuentas de una pareja situada fuera de los límites de la Historia en contra de los años que vivimos en peligro.
Un departamento en la calle Miraflores con Esmeralda. Una pareja devastada por la pérdida y el resentimiento. Un magma de recortes y fotocopias de una época perdida, los siniestros años ochenta, tirados por el suelo. Un vecino —exministro de la dictadura, exacadémico, exrector de una importante casa de estudios— como un patricio romano, nostálgico de los días de gloria de su propio Imperio. Y una voz diáfana y masculina haciéndole cariñosa compañía en una tarde eterna que podría ser la última.
Pero ahora las cosas son muy distintas. Porque mientras el patricio vecino vive condenado a un cierto ostracismo y entregado, como todos, a las congojas y placeres de su respetable vida privada, la pareja protagónica —que vivió su adolescencia en Estado de Sitio— lo ha puesto en el centro de su vida como un impreciso chivo expiatorio.
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