A finales de los años cincuenta, Hilda, una joven de origen humilde, entra a trabajar como sirvienta en la casa del hacendado Ignacio Casares en Arequipa. Al poco tiempo es seducida por su patrón, que aprovecha hábilmente su ingenuidad ante el poder y el dinero. Olivia, la hija de Casares, está convencida de que el mundo le pertenece por derecho propio, pero sale perdiendo al tratar de imponer sus caprichos a Sonia Olavarría, según ella su mejor amiga del colegio, a quien usa y humilla sutilmente.
La ciudad de los sueños perdidos cuenta la historia entrecruzada de estas tres jóvenes, que despiertan a la fascinación del amor y a las ilusiones de grandeza propias de la primera juventud cuando en Perú se inicia, como en el resto de América Latina, un proceso acelerado de modernización material y social. El país aún pertenecía a una vieja oligarquía, que se mantenía sorda a las razones de la agitación social de la época. El mundo pertenecía a los hombres, y ser mujer en esas tierras significaba estar reducida a mínimos papeles desarrollados en la privacidad, cada una en su clase, dentro de un sistema heredado y fijo.
El cine y los otros medios de la modernidad no ayudaban a cambiar las cosas, pues el mensaje transmitido era siempre el mismo: la felicidad de la mujer se logra a través de la sumisión, el matrimonio y la maternidad. La comodidad y el lujo, promovidos por Hollywood y la rica sociedad estadounidense, cumplían ahí una función de sueño diferido: era el sueño que algunos, más afortunados, o más cínicos, podrían cumplir. Y aunque hay lugar para una satisfacción pasajera, o para un simulacro de ella, la culpa, el miedo y la indeterminación acompañarán a las protagonistas a lo largo de la novela, en esa infructuosa búsqueda de realización personal que las reúne en Lima, donde serán testigos y víctimas de los cambios del Perú de entonces, que ya ingresa en una globalización contradictoria y desigual.
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