Los lectores se han de sorprender al encontrar en un libro de teoría de la traducción alusiones a teorías lacanianas en un marco interdisciplinar que incluye la filosofía, la teoría literaria, la historia, la cultura y el psicoanálisis.
El propósito de esa encrucijada es entablar una relación más armoniosa –y amorosa– entre la experiencia traductora y el pensamiento que ha de darle cuerpo. Situarse en ese espacio de fronteras entre textos, entre discursos, entre culturas, entre disciplinas, entre sujetos, permite contemplar ese límite que suscita todas las resistencias del sentido, de la significación.
Una teoría de la traducción que no rehúya esa dimensión habrá de reconocerse como inserta en la función simbólica, en ese campo del lenguaje en que la palabra del sujeto adquiere valor en el punto de encuentro con el Otro. Palabra y lenguaje, en su misma antinomia, son la estructura y el límite en que se mueve toda acción interpretativa.
Si Babel anuncia la multiplicidad de lenguas también pone en entredicho la homogeneidad de todo sistema lingüístico, idea en la que se funden las tesis tan arraigadas de la legitimidad y de la traducibilidad absolutas, posible solo si existiese esa lengua universal que sustenta nuestra fantasía de comunicación.
Así, desvelar la función que en el deseo del sujeto adquieren los significantes primordiales de la cultura inscritos en el discurso es tarea de la teoría y de la crítica en nuestros días. El recurso en estas páginas a Benjamin, a Bajtin, a Derrida, a Foucault y –desde luego– a Freud y Lacan forma parte del intento de responder a ese desafío desde los espacios fronterizos de la traducción.
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