William Abrahams escribió, a propósito de El chal, en la introducción a la antología de los mejores relatos norteamericanos de 1981, que «hay algunas narraciones en las que se percibe que el autor ha gozado de una inspiración especial, ha recibido una historia y nos la ha devuelto de un solo aliento, sin que advirtamos las pausas propias de la manipulación del tejido narrativo... un trabajo extraordinario, una lección de imaginación y de coraje moral que no nos permite dejar de leer y que hace de este relato algo inolvidable. Es innecesario señalar, por otra parte, que Ozick es uno de los tres mayores escritores norteamericanos vivos en el terreno del relato».
Las palabras de Abrahams no pueden ser más justas. El chal y Rosa, las dos narraciones que integran esta novela (y que pueden leerse independientemente; de hecho fueron publicadas en The New Yorker con tres años de diferencia entre ellas) están escritas con un vigor inusual en la literatura contemporánea. Con un dominio del lenguaje rayano en la perfección, Ozick nos desvela en ellas el turbulento mundo interior de Rosa Lublin, una polaca residente en Nueva York cuyos sueños fueron robados tras las alambradas de espino de un campo alemán.
La vida se aloja allí donde halla cobijo, y en el caso de Lublin ese lugar ya solo puede ser el de los pensamientos —fantasías de loca, dirán los otros. Allí, junto a su inmortal hija Magda y el mágico chal que un día la amamantara, se albergan los restos de un naufragio que ha relegado a millares de seres humanos a la categoría de meros supervivientes. Una obra maestra, pequeña en extensión, pero inconmensurablemente grande en su belleza y su impacto.
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