Quizás el mayor esfuerzo que haya que asumir ante la madurez de una obra literaria o de arte, es interrogarla sobre cómo está hecha, cuál es esa materia que la define y que nos hace asumir con entera fascinación que lo que es un artificio, una construcción intelectual y estética, sea parte natural de nuestra vida. De la inocente pasión identificatoria con que leímos en nuestros inicios y que nos hacía sentir que una lanza que se hundía en la espalda de un protagonista también se clavaba en nuestro cuerpo, pasamos a preguntarnos mediante qué mecanismos de la escritura esa lanza, inserta en un universo ambiguo y autorreferente, inserta en una trama con sus propias leyes, se suspende en el aire —en la página— y consume el tiempo del relato. Novelas de cientos de páginas en las que solo se recrea un día en la vida de un NN, o bien síntesis borgeanas en las que en tres o cuatro líneas se expone una vida completa, tienen su propia poética; desentrañar por qué nos gustan tanto es lo que constituye la pasión de la lectura.
Sin obviar, por cierto, la dimensión histórica de una obra y que la historia de esa obra bien puede ser su historia de adquisición de diferentes sentidos, Carlos Pérez en estos ensayos se pasea con soltura por los «objetos de cultura» que aborda tendiendo siempre a «componer una digresión que volviera visible la cosa de la cual derivar la impresión perturbadora», de esa explosión que nos subyuga.
Estos son ensayos que con total plasticidad van de las películas de los hermanos Coen a los relatos de Poe, de los artefactos de Parra al gabinete de fijaciones de Freud, de las borgeanas especulaciones sobre el tiempo al policía-espía devenido en lector de Brecht en la película La vida de los otros, de los desarrollos de Heidegger sobre la poética a un Sebald que desconoce los alcances del nombre propio al crecer en una lengua y nacionalidad distintas a las de origen.
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