Claude Bernard es probablemente el mejor fisiólogo que haya existido nunca. De él se llegó a decir que «no es un fisiólogo, es la fisiología misma». Ejemplo de científicos, fue también un filósofo.
Bernard asumió las ideas vinculadas al racionalismo científico que fueron arraigando en Europa desde los inicios de la Modernidad, con Galileo, y se desarrollaron durante los siglos XVII, XVIII y XIX. Estos avances científico-naturales fueron la base para la constitución de una medicina científica, tarea a la que Bernard dedicó toda su vida dando lugar a una obra que lo ha convertido en un clásico, como son clásicos los trabajos de Newton, de Darwin o de Dalton.
Sin sus trabajos no existiría la física, la biología o la química tal y como hoy las conocemos. Y difícilmente las atenciones personales a la salud serían lo que hoy son, sin el trabajo ciclópeo de un sabio que encarnó toda una forma de concebir la ciencia.
Pero, por encima de todo, Bernard fue un médico que demostró que el camino para avanzar en la ciencia de la prevención y la curación de las enfermedades no es recto, sino sinuoso, haciéndonos ver que es necesario, a veces, alejarse de la cama del enfermo lo suficiente para adquirir una perspectiva más amplia de los problemas relativos a la salud y la enfermedad.
Rodrigo Árdano Pafrelas se levanta temprano la mañana del día en que ha decidido suicidarse. Por su mente, antes de quitarse la vida, desfilan los fantasmas de su infancia, sus contradicciones, sus miedos, sus obsesiones y su soledad inevitable.
No alberga ninguna duda sobre la resolución que ha tomado. Lo ha hecho sin precipitaciones, fríamente, con la lucidez que otorga la desesperanza. Pero la vida, siempre dispuesta a favorecer lo imprevisible, le tiene reservada una terrible sorpresa: la irrupción en sus planes del azar, del desorden, de lo inesperado. Porque nadie es capaz de controlar ni la propia vida ni el momento o la forma de vivir.
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