Epílogo de Pablo Azócar
Un hombre de dudoso y triste aspecto
atraviesa los bares
con soledad naviera y de naufragio
irremediable,
hombre de sin embargo, de pero y con pañuelo,
ciudadano honorable y bien peinado,
pero triste, más triste que un domingo en una plaza,
más triste que un cigarro y sin embargo
empecinado en su costumbre
de viajar por las orillas
más desiertas de la noche,
recogiendo rumores de siglos y semanas,
rumor de los oficios y las germinaciones,
mientras cae a su mesa un vino amigo
que se entrega alegre y dócil a sus venas
con toda la tristeza de un domingo.
Delación
El hombre que vive en las alturas
entre alfombras y mesas de cristal,
medita largamente en el engaño de la amante
y arroja al piso
—como si el mundo fuese vil y corrompido—
la copa en que bebía.
Despacio, leve, desciende a los jardines
para contactarse a solas con la naturaleza
mientras fuma un cigarrillo de despecho.
Luego, regresa a sus alturas,
y los vidrios desperdigados en el piso
ni siquiera dicen
que algo se ha quebrado en este hombre.
Las alturas de Tajamar
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