Si el ser humano fuera inmortal, no existiría la filosofía (ni, mucho menos, la teología). Lo cierto es que, para bien y para mal, la filosofía (de momento) existe. Para mal, porque brota del pasmo de la conciencia ante sus límites y ante su propia extinción. Para bien, porque una vida sin pensamiento, una vida que no se alzara como problema ante sí misma, una vida en suma sin reflexión, reducida a mera rutina reproductiva, no sería digna de ser vivida… al menos, por unos seres como nosotros, que, como dice Aristóteles, «desean, por naturaleza, saber».
Los seres humanos tenemos, parece claro, la capacidad de hacer tendencialmente abstracción de nuestro punto de vista (aunque, de hecho, no lo consigamos con excesiva frecuencia), de mirar al mundo como si la nuestra fuera una «visión desde ninguna parte». Esta capacidad, mal utilizada, da pie, con frecuencia, a identificar nuestro punto de vista con la visión pura o absoluta, no limitada por perspectiva particular alguna. Pero si caemos en ese error es porque concebimos la posibilidad de una «deslocalización» de la mirada de la mente, y ello basta para autorizarnos a hablar de nuestra capacidad de «salir idealmente de nosotros mismos», aunque solo sea para, como se dice a menudo, «ponernos en el lugar de otro».
Y es, sobre todo ahí donde está el meollo de la tesis sostenida en este ensayo, porque la realidad, incluso la nuestra y muy particularmente la nuestra, elude por naturaleza todo pronombre o adjetivo posesivo.
Pues bien, este libro trata de mostrar cómo el esfuerzo por «salir de nosotros mismos» no es solo una actitud ética socialmente necesaria, sino una exigencia profunda de nuestra manera de ser como humanos y la única manera, a la vez penosa y gratificante, de hacer que la nuestra no sea «una historia contada por un idiota, llena de ruido y de frenesí, que nada significa».
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