«En tos tiempos más remotos, cuando todo lo que contenía el mundo era nuevecito aún, y los animales empezaban a prestar servicio al hombre, había, mi queridísima niña, mi queridísimo niño, un dromedario que vivía en el centro de un desierto, donde lanza el viento sus lúgubres aullidos; y a veces el dromedario aullaba acompañando al viento.
«Comía ramitos y espinos, tamariscos, asclepias y abrojos, pues era un redomado holgazán. Y cuando alguien te dirigía la palabra, se limitaba a decir:
«¡Joroba!«Y con este ¡joroba! zanjaba todos los problemas».
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