Es marzo de 1974. Una joven militante socialista es detenida por agentes de la DINA y condenada a errar por siniestros centros de tortura. Resiste cinco meses, pero cuando enfrenta amenazas dirigidas a su familia, decide colaborar. Da nombres, participa en poroteos, confecciona diccionarios marxistas, diseña organigramas de movimientos de izquierda, entabla relaciones amorosas con sus captores y, finalmente, en 1975 es oficialmente reclutada como funcionaria de la DINA por su director, Manuel Contreras.
«Me llamo Luz Arce. Me ha costado mucho recuperar este nombre. Existe sobre mí una suerte de leyenda negra, una historia imprecisa, elaborada al tenor de una realidad de horror, humillación y violencia». Así se inicia esta memoria que —como la de tantos otros ciudadanos proscritos— se confunde con los retazos de una historia nacional aún escabrosa. Más allá de su valor testimonial, El Infierno es un libro clave de la historia reciente. Sintomáticamente desatendido por la crítica al momento de su aparición, este texto «maldito» revela, desde dentro, el engranaje de los servicios de inteligencia de Pinochet: la tenebrosa forma en que convivieron los aspectos más pedestres de la institución —ambiciones de poder, riñas intestinas, fiestas, deslices, alcohol y affaires—, con los mecanismos de opresión más crueles de la dictadura.
Esta memoria nos sumerge en los calabozos donde los cuerpos de los detenidos fueron sometidos a vejaciones que fracturaron sus biografías: parrillas, electroshocks, celdas, mordazas y juguetes bélicos son las huellas que dejó, en el cuerpo y en la memoria de miles de chilenos anónimos, esta temporada en El Infierno.
«Son quizás los fragmentos inoficiales de las narraciones más enredadas lo que debemos leer con precisión detallista para que la memoria y el recuerdo confiese el embrollo de sus culpas, tormentos y obscenidades».
Nelly Richard
«Sus testimonios son lo que son: poderosos y controversiales documentos de nuestro tiempo».
Jean Franco
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