Seleccionado como uno de los mejores libros del año por The New York Times Book Review.
El 18 de noviembre de 1676 Gottfried Wilhelm Leibniz se presentaba en casa de Baruch de Spinoza, en La Haya. De su encuentro se derivarían importantes consecuencias para la historia de la filosofía.
Por aquel entonces, Spinoza tenía motivos suficientes para temer por su vida: poco antes, uno de sus amigos había sido ejecutado, y otro había muerto en la cárcel. Los esfuerzos para publicar su obra definitiva, la Ética, habían concluido entre amenazas de interposición de un proceso criminal. Un teólogo se había referido a él como “el hombre más impío y peligroso del siglo”, y un poderoso obispo lo denunció como “este hombre loco y malvado, que merece ser encadenado y azotado”.
Leibniz había calificado la obra de Spinoza de horrible y espantosa, intolerablemente insolente. A un amigo le confió: Me parece lamentable que un hombre evidentemente tan culto haya caído tan bajo.
Y sin embargo, tras un largo viaje, allí estaba el gran Leibniz, frente a la puerta de la casa de Spinoza, dispuesto a pasar unas horas, probablemente unos días, de animada charla con él.
Spinoza y Leibniz, juntos. Los dos filósofos más grandes del siglo XVII, fundadores ambos del pensamiento moderno. Podemos imaginarlos: Spinoza sentado, impasible, profundamente indiferente, tal vez silenciosamente desdeñoso; Leibniz dando vueltas por la habitación, tratando de escapar a las ideas radicales de su anfitrión, intentando demostrarle que existe una voluntad divina que está detrás de todas las cosas.
Los dos filósofos no volvieron nunca a encontrarse, pero incluso muchos años después de la muerte de Spinoza, la sombra de éste parecía acompañar permanentemente a Leibniz, quien, obsesionado, trataba de encontrar la respuesta definitiva que desbaratara los potentes argumentos del herético judío, en cuya filosofía Leibniz veía el anuncio de la muerte de Dios.
Quizá, en aquella tarde otoñal en La Haya, Spinoza le abrió a Leibniz otra puerta: la de la modernidad. Una puerta que Leibniz hubiera deseado que no se hubiera abierto nunca. Pero era demasiado tarde: ya había cruzado el umbral y estaba al otro lado.
Ver más