Se trata de un bosque, la nieve, el frío, una pareja de leñadores pobres que no tienen hijos. Tememos a los malos, nos sentimos aliviados por el desenlace. Parece Pulgarcito, pero no, La mercancía más preciosa, texto de Jean-Claude Grumberg, subtitulado “Un cuento”, no lo es. Pasan demasiados trenes, lo que recuerda una época atroz, cuando “agonizaba la humanidad”.
Entonces, ¿es un cuento o no? El apéndice “para los aficionados a historias verdaderas” da la respuesta. La historia que leemos está tomada de Le Mémorial de la déportation des Juifs de France que, para los hijos de los deportados, incluido Grumberg, sirve como un “panteón familiar”. Los seres cuyas historias escuchamos han vivido, han muerto; pertenecían al convoy 64. Pero empecemos desde el principio.
La historia de la pequeña mercancía se puede escuchar tanto como leer. Nuestro narrador tiene el arte de lo formulario, sabe atraer la atención de su oyente con detalles que rozan lo maravilloso, como esas zapatillas de piel de zorro que le permiten escapar más rápidamente de los cazadores. Pero también a través de repeticiones o fórmulas, como es tradicional en este género. Un “glup, glup, glup” resume mejor lo que hace una asamblea de “camaradas buenos y sedientos” que una frase rotunda. Y cuando el narrador es Grumberg, sabemos que el humor (negro) es apropiado, y que la ironía nos salvará del patetismo, la enfermedad fatal del relato ligado al exterminio. De ahí la presentación que hace de los gemelos, uno de los cuales será “la más preciosa de las mercancías”: nacen en la primavera del 42, “dos pequeños seres ya judíos, ya fichados, ya clasificados, ya buscados, ya acorralados…”. Los encontramos en un vagón que el narrador describe en pocas palabras: “El cubo en la paja, en un rincón, y la vergüenza, la vergüenza compartida, la vergüenza deseada, prevista por aquellos que los despachaban quizás dónde”.
Pero volvamos a nuestro cuento. Un género que acerca a Grumberg a Aharon Appelfeld, un género que solamente imaginamos que está imbuido de asombro cuando puede ser de asombrosamente realista. Pensemos en “La vendedora de cerillas”, de Andersen, el más terrible de los cuentos.
Es entonces la historia de un par de leñadores. Él se siente aliviado de no tener hijos, a ella le hubiera gustado tener uno. Ella ya es demasiado mayor para eso. No lejos de su casa se construyó una vía de ferrocarril. Pasan trenes de mercancías. La palabra la hace soñar; piensa en la comida, la ropa y los objetos que podría obtener. Sólo encuentra papeles arrugados, cartas que no sabe leer. Un día, un paquete fue arrojado por el tragaluz. Está envuelto en un precioso chal parecido a la seda. La mercancía más preciosa es una niña cuyo hermano gemelo, su madre y también su padre irán al cielo, según una fórmula que pronto se conocerá.
La leñadora no tiene leche y la kasha, un plato local, no es del agrado del bebé. En el bosque cercano vive un ser deforme, que asusta a todos, como es tradicional en los cuentos. Nadie se acerca a su morada; ella no tiene otra opción. Él le da su leche de cabra. Ella puede alimentar a la niña. Al pobre leñador no le gusta. Se habría librado de esta carga. Para él, la niña es uno de esos “sin-corazón” de los que sus compañeros de trabajo dicen con envidia que los “pasean gratis en trenes especiales”. Pero debe tener en cuenta que estas personas sin corazón tienen corazón, que su esposa está feliz de dormir con la niña cerca de ella, y finalmente él se queda dormido como su esposa en el «sueño de los casi justos», habiendo sentido y comprendido que la niña también era “su pequeña mercancía”.
Mientras tanto, llega al campamento el padre de la pequeña que la arrojó desde el tragaluz: “Sin tijeras, provisto de una simple esquiladora, el padre de los gemelos, el marido de Dinah, nuestro héroe, después de haber vomitado hasta el corazón mismo y tragado todas sus lágrimas, se dedicó a cortar y cortar el pelo a miles de cráneos que proveían los trenes de mercancías que venían de todos los países ocupados por los verdugos devoradores de estrellas”. Lo hará hasta el final, mientras estén los verde gris y los cabezas de muerto. Y entonces llegarán los rojos, le salvarán la vida y podrá “’reconstruirse’, como aún no se decía en la época”. No les diré lo que sucederá después y no entraré en detalles. Digamos que hay una moraleja ya que es un cuento y de él se debe sacar una lección. Suponiendo que aprendamos una lección de esta época.
Con Jean-Claude Grumberg nunca se sabe, pero se adivina y eso ya es mucho. Es tan triste que no sonreímos, que los chillidos permanecen inaudibles, pero la sonrisa no basta, la emoción se mezcla con ella y basta con ver a un ser dormir con su mercancía más preciosa para sentirse convencido: “Duerme nuestra pobre leñadora, duerme, con su bebé bien apretado en los brazos, descansa con el sueño de los justos, duerme allá en lo alto, mucho más alto que el paraíso de los pobres leñadores y de las pobres leñadoras, mucho más alto aún que el Edén de los felices de este mundo, duerme en lo más alto de lo alto, en el jardín reservado a los dioses y a las madres”.
PUBLICADA EN OJO EN TINTA
POR NORBERT CZARNY
Este artículo fue publicado originalmente en revista En attendant Nadeau 29.01.2019.Traducido con autorización de su autorx por Patricio Tapia.