1964 es un año decisivo. Estados Unidos vive una acelerada modernización cultural y radicalización política; Martin Luther King recibe el Nobel de la Paz; los Beatles desatan la histeria en el país; se abole la segregación de razas; las juventudes experimentan con drogas y misticismo oriental y practican la liberación sexual; se forman los movimientos pacifistas y la nueva izquierda. Y 1964 es, también, el año en que Susan Sontag se hace famosa.
Hasta poco antes Sontag era, entre malabares para conciliar el desarrollo de su obra con las exigencias de su vida personal —ser madre y, al mismo tiempo, partícipe de la vanguardia neoyorquina—, la autora de una novela, El benefactor (1963). Un año después, con la publicación de «Notes on Camp» en el número de otoño de la Partisan Review, se convierte en modelo de una nueva sensibilidad y desestabiliza los fundamentos de la crítica tradicional. Tal como explica Daniel Schreiber en esta fascinante biografía, en la que los acontecimientos personales contextualizan el desarrollo de su obra, la posición alcanzada por Sontag era parte de un proyecto, «el proyecto Susan Sontag», iniciado a sus quince años, cuando ella —una aventajada escolar californiana— lee un ensayo de Lionel Trilling en la Partisan Review y se formula el firme propósito de escribir en esta revista cuando sea adulta y viva en Nueva York.
El autor nos muestra a Susan Sontag antes de tornarse en imán e ícono cultural del siglo XX: la temprana muerte de su padre y el alcoholismo de su madre, los fundamentales años de su formación en la Universidad de Chicago con su programa de liberal arts, su matrimonio a los diecisiete años con Philip Rieff, el impulso que le generó la conciencia de su homosexualidad para asumir su ambición de ser escritora, el abandono de la vida académica para convertirse en escritora independiente, su inseguridad y sus enormes dificultades para escribir, que sorteaba consumiendo anfetaminas.
Pero lejos de dormirse en los laureles, vemos cómo el «proyecto Susan Sontag» estuvo en permanente reelaboración hasta el final de su vida generando siempre hitos. Como el haber sido la primera crítica que analizó la producción cultural de masas —el cine, el rock, los happenings— con herramientas provenientes de la alta cultura; asimilar el pensamiento y la cultura como experiencia vital y no como mero discurso intelectual; señalar que el comunismo era una variante con rostro humano del fascismo; su experiencia decisiva —aunque traumática— de la guerra de Yugoslavia y su convicción de que con ella moría la cultura europea que tanto admiraba; su resistencia ante la avanzada neoconservadora de los ochenta y ante el creciente antiintelectualismo de los movimientos radicales de izquierda; el impacto de sus ensayos sobre la fotografía; su controvertida reacción al 11-S; su desarrollo como directora de cine y hasta sus deseos de filmar un wéstern; su rebelión a la enfermedad y la muerte y la aparición de su «signature look»: el mechón blanco.
Traducción de Mariana Dimópulos
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